Carlos Álvarez Acevedo @CarlosAlvarezMX
El argumento -soltado de forma irreflexiva por algunos líderes opositores y detractores del actual régimen ‘cuatroteísta’- de que el Gobierno de López Obrador propició los actos indudablemente terroristas en Jalisco, Guanajuato, Baja California, Chihuahua y Michoacán -acontecidos la semana que recién concluyó-, son tan falsos como la premisa misma de que la Administración encabezada por el político tabasqueño está combatiendo de forma eficaz a la delincuencia organizada -y a la común-, con su estrategia de “abrazos, no balazos”.
Lo que es evidente, es que los criminales -organizados o no-, ya superaron a las fuerzas de seguridad gubernamentales, de todos los niveles, aunado a que la legitimidad de las diversas instituciones públicas que deberían garantizar la protección de la vida y del patrimonio de cada uno de nosotros, se va mermando a medida que no muestran resultados y su ineficacia permea en la intranquilidad de la sociedad en su conjunto.
Por otra parte, tenemos a un presidente de la República que minimiza o intenta distorsionar la realidad -la que no le conviene-, con distractores del discurso público o con eufemismos poco acertados, como el dicho apenas en días pasados, durante una de sus conferencias de prensa matutinas, al señalar que lamentaba los hechos de violencia, en los que diversas personas “perdieron la vida”, disfrazando así el hecho de que fueron asesinados.
Y es que en México, el acto de morir a causa de un homicidio doloso te convierte de forma automática en una fría cifra, que se irá acumulando en las estadísticas oficiales, que, por supuesto, siempre estarán manipuladas a conveniencia del gobierno en turno y con la complicidad de las instituciones de procuración de justicia local, generalmente subyugadas al respectivo Poder Ejecutivo Estatal o Federal. Sexenio tras sexenio, las personas asesinadas no son más que un número que abona al indolente conteo nacional de la impunidad.
En ese peligroso círculo vicioso nos encontramos transitando casi a ciegas, cuando la autoridad con la jerarquía más alta y próxima al ciudadano, una alcaldesa, lleva a cabo la política de la genuflexión y de la rendición: hincada de rodillas le pide -no le ordena, como bien podría hacerlo de forma legal- a los criminales que delinquen en su municipio, “que cobren las facturas a quienes no les pagaron lo que les deben, no a las familias”.
Una presidente municipal -en este caso Montserrat Caballero, de Tijuana-, flanqueada por el Ejército, legitimando públicamente el uso de la extorsión por parte del crimen organizado. Con una postura que sólo ella debe creer que es digna, la alcaldesa militante de Morena, no manifiesta que van a intentar detener a los delincuentes. Sólo dice que van “a permanecer en activo cuidando a los ciudadanos”, como si antes de su escandalosa declaración las autoridades lo hubieran hecho y los tijuanenses no sufrieran las consecuencias de vivir en uno de los lugares más peligrosos del territorio mexicano.
Todo esto sucede en medio de una discusión de quién tendrá el mando de la Guardia Nacional -si un civil o el Ejército -y que tenemos a un subsecretario de Seguridad Pública Federal, al cual le importa más andar en campaña electoral en Coahuila, que hacer el trabajo por el que se le paga salario que debería de devengar -no sólo dando conferencias de prensa-, sino trabajando de verdad para velar por la seguridad ciudadana y empresarial, que a pesar de ellos, los malos burócratas, sigue saliendo todos los días a las calles a desempeñar cada uno su importante rol social, el que a cada quien corresponda.
Sin afán de hacer una comparación con un delincuente, el presidente de la República abona a este caos social, rompiendo el orden legal y constitucional, saltándose todos los que él considera son obstáculos para sus quehaceres -muchos le llamamos simplemente caprichos-, que el mandatario eleva a rango de sus prioridades y hasta les brinda, a golpe de “decretazos” la coraza de “seguridad nacional”, intentando dotarlas de legitimidad con el uso de las Fuerzas Armadas, como si las cualidades de licitud se pasaran por ósmosis.
¿Qué pensará el Señor ‘Mencho’ -o sus grupos de élite- o los hijos de Don ‘Chapo’ -y sus pandilleros-, cuando una alcaldesa -militante del partido que fundó el presidente de la República- les pide, de favor, que ya no sigan -a través de sus grupos regionales- sembrando el terror y la zozobra entre la gente común? Que no continúen -utilizando el eufemismo discursivo preferido de López Obrador- “arrebatándole la vida” a los ciudadanos de a pie.
Si yo fuera uno de esos poderosos capos, líderes de los cárteles de Jalisco Nueva Generación y de Sinaloa, respectivamente, le respondería algo así a Montserrat Caballero, de Tijuana: “¡Por San Jesús Malverde! ¡No me salgan con que la ley es la ley!. Aquí, por mis pistolas -hasta las del calibre .50- las únicas reglas que se respetan son las del Talión: ojo por ojo y diente por diente”. O, parafraseando al poeta del pueblo, José Alfredo Jiménez: “con dinero y sin dinero, hago siempre lo que quiero y mi palabra es la Constitución”.
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